Como bailarina por mucho tiempo, estaba acostumbrada que el espejo me dijera si lo estaba haciendo bien o mal, juzgaba mi forma de moverme con base a lo que mis ojos me decían, una forma algo vacía de sentido y algo llena de ego. Por mucho tiempo no sentí lo que era bailar con todo mi cuerpo y con todo mi ser, pues en realidad no aprendí esto hasta muchos años después, lo que consideré como una etapa mucho más madura en mi danza y una forma de comprender el movimiento desde otra perspectiva que me hacía disfrutarlo más.
Hoy, me doy cuenta que si no lo siento, no lo entiendo y si no lo entiendo no me gusta lo que veo. Si no soy capaz de sentir mi cuello al flexionar mis rodillas en un plié o no soy capaz de sentir mi espalda baja mientras elevo mi pierna, probablemente estoy realizando un movimiento deficiente . Y lo mismo sucede para cada actividad física, no solo en la danza. Por ejemplo al correr poder sentir mi mandíbula ligera o mi sacro en movimiento o las plantas de mis pies en contacto dinámico con el piso; al hacer yoga, al nadar, al caminar, al cargar a mis bebés, etc. Todas las actividades físicas requieren un grado de conexión (consciencia) que me lleven a realizar una actividad completa, eficiente y placentera.
Ahora, si tengo un espejo frente a mi y siento que no estoy sintiendo, cierro mis ojos por unos segundos mientras me muevo o si no me es posible cerrarlos, retiro la mirada del espejo y comienzo a sentir distintas partes de mi cuerpo moverse en armonía. Es así como logro disfrutar de lo que estoy haciendo y me llega a gustar lo que veo en el espejo.
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